Perder el miedo a decir lo que se piensa constituiría un logro de la humanidad siempre y cuando pensáramos en lo que vamos a decir. Pongamos en contexto el juego de palabras: en una plataforma de recomendaciones hosteleras, una señora le pone una estrellita a una confitería y justifica la baja calificación argumentando que permiten la entrada de perros y no abren los domingos. La calificadora no había entrado en el establecimiento ni probado sus bollitos. Se utiliza un léxico de prepotencia chirriante: “Le habría dado una oportunidad, pero…”. No importa la inanidad del argumento “crítico”; importa que esa estrellita deja un rastro. Asistimos a una creciente falta de empatía e incontinencia para refrenar nuestro sincerísimo y a menudo indocumentado gatillo. Lo canta Ojete Calor: “Nadie te ha preguntado. Eres subnormal. Te diría lo que pienso de tu sinceridad”. El mandato de la sinceridad avala el sentido de ciertas existencias superiores que acometen su buena acción del día, ayudando al perfeccionamiento de los negocios y orientando a una clientela que nunca irá a esa confitería: el rastro de esa estrellita baja la media. A quienes te hacen una chapuza en casa les pones un diez para que no los despidan. Cabría una pregunta sobre la perversidad sinonímica entre opinar, conocer, calificar. Incluso sobre la vinculación de estos verbos con “decir la verdad”. Como el léxico se adelgaza vertiginosamente, los sinónimos y las confusiones que generan son habituales. Perdemos lenguaje, pensamos mal y en esa sinceridad de víscera se asientan las postverdades.
Abrimos la boca para puntuar, dictar sentencia incluso sobre lo que no conocemos, mientras nos tapamos los oídos cuando alguien explica un tema complejo que exige atenciónLeer más