Sabemos muchas cosas de Julio César. Que era alto pero delgado, de piel muy blanca, que sufría ataques de epilepsia (el morbus comitialis, el primero en Córdoba, según Plutarco) aunque gozaba en general de una buena salud y de una resistencia física admirable, conseguidas ambas a base de ejercicio (era un extraordinario jinete, gran nadador y marchaba a pie, inagotable, a la cabeza de sus soldados) y de una dieta frugal que incluía no beber apenas vino: Marco Catón dijo de él que fue el único hombre que se dedicó a subvertir el Estado sin darse a la bebida, que ya es frase. Suetonio nos cuenta incluso algunos detalles íntimos como que era muy meticuloso en el cuidado de su cuerpo, se hacía depilar y llevaba mal la calvicie: se peinaba desde la coronilla hacia delante para disimularla y “de todos los honores que le fueron decretados por el Senado ninguno recibió o utilizó con más gusto que el derecho a llevar continuamente una corona de laurel”. Hoy hubiera sido candidato a viajar a Turquía, aunque fue allí precisamente (en Bitinia) donde vivió de joven el episodio que más le amargó la existencia (si exceptuamos las 23 puñaladas de los idus de marzo): la relación con el rey Nicomedes que tanto dio que hablar y tanto utilizaron sus adversarios (”la flor de la edad de un descendiente de Venus se profanó en Bitinia”, le espetó sugerente Cicerón un día en el Senado).
Las novelas históricas de Santiago Posteguillo y Andrea Frediani son los intentos más recientes de retratar al célebre romano desde la imaginaciónLeer más